Siento alivio una tarde cálida de verano al lado de la pileta en la casa de fin de semana de la familia de una amiga del barrio. Mis amigas de la infancia cuentan historias de romances de sus adolescencias mientras tomamos sol y mates. Lo único que contribuí a las anécdotas fue mi parte en el coro de risas. Construí un espacio íntimo en mi mente para imaginar en cual parte de la historia cabría yo, y si estuviéramos compartiendo juntas el brillo del agua en nuestra piel si también me hubiera transado a tal chico en el boliche en el 2007.
Siento nostalgia mirando la silueta de un pájaro sentado en la parte más alta del árbol del patio de la casa donde viví hasta los ocho años. Esta imagen se despliega como una pantalla de cine desde el patio de la casa de La Nona (mi abuela) que queda a la vuelta de allí. Las lágrimas pintaron un olio de esta imagen en mi memoria, a la vez, la imagen convirtiéndose en el Desierto de Dalí en la memoria de ella. Siento la presencia de mis ancestros mientras hablo con ellos y la lluvia moja la pared blanca de la terraza. El agua resusita el mural de la cara del Nona (mi abuelo) que pintó mi hermano con aerosol negro años atras.
Siento orgullo por lo que entiendo y logré, pero a la vez dudo el valor de mis experiencias. Justifico mi comportamiento y discursos, y a la vez, cuestiono mi ética y ser. Estando acá, me desprendo y me centro, haciendo que todo allá sea irrelevante. Mis cosas, las cosas que me gustan y las cosas que me copan, todas al carajo. El traslado me ayuda a cultivar aprendizajes y crecer, generando la cosecha que alimenta mi alma, reafirmando mi identidad.
